Manizales: ciudad para vivir lento

Manizales
Opinión

Fotografía Agustín Salvar/

 

Por Paula Vasquez

¿Qué es lo que hace que un lugar se convierta en nuestro espacio preferido para pasar unas horas, unos días o incluso nuestra vida?

Todos hemos sentido, en nuestro limitado conocimiento de algunos lugares del mundo, que hay un espacio al cual parecemos pertenecer, ya sea porque congeniamos con la manera de ser de las personas o porque nos sentimos en armonía mientras caminamos y habitamos cada calle, rincón o recoveco del espacio, o bien ya sea por estas dos o más razones.

Tengo 25 años y la vida me ha dado la oportunidad de conocer otros lugares aparte de mi tierra natal: Manizales. Si bien mis ojos se han enamorado de pequeñas cosas que me han podido ofrecer otros espacios, la memoria de mi razón y de mis sentidos palpita frecuentemente el recuerdo de que Manizales es ese rincón del mundo, que hasta ahora, me ha ofrecido los momentos más felices de mi vida. Y es precisamente por esa razón, probablemente, que nosotros elegimos estar en un determinado lugar y no en otra parte; porque allí en donde hemos sido felices podemos desarrollar nuestra vida con más plenitud.

Se me ha pedido que hable, de alguna manera, del porqué me gusta Manizales, y eso para mí ya va enlazado con los lugares en donde me gusta estar y las cosas que me gustan de ella, y eso, inevitablemente también, va conectado con las vivencias o sensaciones que se han desarrollado allí. Así que hoy es domingo, es un día de descanso, estoy sola, y mi memoria es un torrente que quiere desbordarse en recuerdos que han hecho de mi vida un éxtasis de emociones que me han permitido vivir, existir y ser.

Hay una hora del día que siempre me gusta de la ciudad, es entre las 5:30 y 6:30 p.m: la hora del atardecer. Ese momento justo cuando el sol va cayendo y se pone en frente de cada uno de nosotros, bañándonos con su luz dorada y dándonos un aspecto celestial. Todo parece verse realmente perfecto con la luz del atardecer: el césped, las fachadas de las casas, los árboles y las flores, las montañas que se divisan desde lejos como sombras, como dibujos en puntillismo. También me gusta cómo se siente el sol en mi piel, es como si me abrigara con su calidez y le susurrara a cada parte de mi cuerpo, en donde logra llegar, que todo va a estar bien. Los atardeceres aquí me hacen pensar en que en realidad no existen  problemas tan graves entre otros y que las preocupaciones cotidianas son pasajeras y sin importancia. Tan solo está ese momento que exige un abandono total de lo terrenal y una clase de entrega sanadora a la contemplación. Siempre recuerdo al respecto unas palabras del filósofo Emil Cioran: “Parece entonces que todas las preocupaciones de este mundo y las incertidumbres espirituales son reducidas al silencio, como ante un espectáculo de una belleza excepcional cuyos encantos volverían todo problema inútil”.

Me gusta oír los pájaros hasta antes del anochecer, incluso puedo observarlos mientras camino tranquilamente hacia alguna parte. Mientras lo hago, veo los rostros de las personas que caminan en la misma acera por la avenida principal: calmados, sin visos de enfurecimiento o estrés. Hay una pulsión constante en mí que me hace imaginar querer saludarlos y desearles un buen día y, pese a ser una completa desconocida para ellos, ellos volverían su rostro hacia mí con una leve sonrisa. Siento que aquí aún es un lugar en donde se puede confiar en los demás.

Esos días en los que no hay que ir al trabajo o cumplir horarios de clase, salgo a caminar sin un rumbo fijo, deseo observar todo y contemplarlo todo: puedo ver cómo el humo de los carros que transitan por la calle se difumina con las farolas de luz que iluminan la ciudad. Puedo escuchar las conversaciones espontaneas que surgen en cafeterías o entre personas que caminan a mí alrededor:

“La vida es una serie de sufrimientos con ciertos momentos de alegría”, escucho mientras paso por la Suiza. Sigo caminando y logro ver a un hombre en Café Origen que levanta su vaso de cerveza mientras me mira fijamente con intención de invitarme a una. Son pequeños detalles en los que puedo fijarme mientras habito una ciudad que no me produce una paranoia constante de estar siempre alerta y a la defensiva.

Me gusta tumbarme en algún parque de Palermo mientras observo el cielo de noche. Ver las estrellas suspendidas en la inmensidad de un cielo que parece infinito me hace sentir diminuta, me hace pensar que hago parte de algo más grande que lo que encierra mi vida. Supongo que eso me da esperanza cuando creo que no hay nada más por observar y sorprenderse, por sentir o por hacer. Luego tomo una buseta hacia mi casa, me siento junto a la ventana y contemplo las luces nocturnas; es como si ellas ofrecieran una clase de concierto visual, me parece bello. También veo a las personas que caminan, sus expresiones en sus rostros, las acciones que hacen: esperar, hablar, reír, amar junto a otro u otros, luego pienso que de eso se trata realmente vivir. Miro a veces a los demás pasajeros, y muchos se pierden esto por estar mirando su celular, entonces pienso que no responden a la invitación que les hace la vida en esta ciudad.

Si les he hablado de algunas cosas que hago y lo que siento mientras las hago es por una razón, yo creo que el encanto de Manizales reside en que aquí aún se puede vivir realmente. La ciudad se presta para contemplar y vivir lento, sin afán, lo que no ocurre en muchas otras ciudades. Cada vez el modelo de vida moderno nos empuja a vivir en automático, en una carrera por lograr un éxito que nos ha vendido un sistema capitalista: dinero, individualidad y reconocimiento. Manizales me hace creer que el éxito se trata de otra cosa: de vivir con plenitud.