Colombia: el terruño que nos sigue doliendo

Por Juan Miguel Álvarez Jiménez

La libertad nunca es dada voluntariamente por el opresor; debe ser demandada por el oprimido” (Martin Luther King, Jr.)

Vivir con miedo no es vivir en absoluto. Cuando el derecho más fundamental, el derecho a la vida, se ve amenazado por actos de violencia y secuestros, la sociedad se ve obligada a confrontar la difícil realidad de convivir con grupos armados al margen de la ley. El reciente secuestro del padre del jugador de fútbol del Liverpool, Luis Díaz, es un trágico recordatorio de la vulnerabilidad que enfrentamos como sociedad.

El secuestro, más allá de ser un acto delictivo, es una afrenta directa a la libertad y a la seguridad que todos deberíamos tener. En un país como Colombia, que ha experimentado décadas de conflicto armado, la convivencia con grupos al margen de la ley se ha vuelto, lamentablemente, una realidad arraigada. La pregunta que nos debemos hacer como sociedad es: ¿cómo podemos avanzar hacia un futuro donde el miedo no sea el protagonista de nuestras vidas?

El derecho a vivir sin temor es esencial para el desarrollo de una sociedad justa y equitativa. La violencia y el secuestro generan un clima de desconfianza y angustia que afecta a cada individuo y a la colectividad en su conjunto. La sensación de inseguridad permea cada rincón de la sociedad, socavando la confianza en las instituciones y generando un círculo vicioso difícil de romper.

Convivir con grupos armados al margen de la ley requiere un enfoque integral que combine la acción del Estado, la participación ciudadana y un compromiso real con la construcción de la paz. Es necesario fortalecer las instituciones encargadas de garantizar la seguridad y la justicia, pero también es fundamental abordar las causas profundas que alimentan la violencia y la criminalidad.

La educación y la oportunidad son armas poderosas contra la desigualdad y la marginalización, factores que a menudo contribuyen al reclutamiento de jóvenes por parte de grupos armados. Al invertir en programas de educación, empleo y desarrollo comunitario, podemos ofrecer alternativas reales a aquellos que, en situaciones desesperadas, pueden verse tentados a unirse a la violencia.

El caso del padre de Luis Díaz también destaca la importancia de la solidaridad y la empatía en momentos de crisis. La sociedad colombiana debe unirse en repudio a estos actos inhumanos y exigir justicia, pero también debe trabajar juntos para construir un futuro donde la convivencia pacífica sea la norma, no la excepción.

En última instancia, el derecho a vivir sin temor es un llamado a la acción para todos los ciudadanos y líderes de la sociedad. No podemos permitir que la violencia y el secuestro definan nuestro país. Es hora de trabajar juntos, con determinación y valentía, para construir un futuro donde la paz y la seguridad sean el legado que dejamos a las generaciones venideras.